sábado, 5 de junio de 2010

MÍO, MÍO Y SOLO MÍO

Cuando era un poco más joven, y por lo tanto mucho más arrogante me engañaba a mi misma haciéndome creer que era muy generosa y, que las personas que estaban cerca de mí eran muy afortunadas por contar con mi “generosidad”.
Que manera de querer verse la cara de estúpido uno mismo, por eso no me enoja y mucho menos me sorprende que otros me la hayan visto tantas veces.

La generosidad es un acto de amor que todos queremos practicar, pero a primera vista nos tiende una trampa; en un sentimiento tan atractivo y seductor que juraría que nadie ha podido escapar de tan mezquino acto, antes de descubrir que se trata de una falsa generosidad; no sé a que se deba, pero nos encanta, que digo nos encanta, nos jactamos cuando le tendemos la mano a los demás…

No, nadie ha podido evitar caer en la trampa de “la falsa generosidad”, solo que algunos nos descubrimos en el acto y la bochornosa escena nos aniquila y nos obliga a escondernos en un rincón para lamer las heridas que nos causa tal humillación. (La humillación ante uno mismo es la más vergonzosa de todas).

Otros nunca se dan cuenta y continúan su camino por la vida, repartiendo con singular alegría y generosamente toda clase de consejos, objetos que ya no les son útiles, tiempo en actividades altruistas para evitar la soledad, donativos que los ayudarán a pagar menos impuestos y shalalá…

El día que le dije esto mismo a mi madre, estuve a punto de quedarme huérfana;  mi aportación cultural le ocasiono una gran molestia.

Y, es que ella nos educó a mis hermanos y a mí para ser muy, muy generosos.

Me tardé unos segundos en darme cuenta y reordenar las palabras, volverlas a decir, pero con más sutileza y bueno, tratar de arreglar un poco aquel desatinado comentario; no por lo que dije, sino en como lo dije.
Creo que esa fue una de las muchas veces que le rompí el corazón; les recuerdo que contaba con la estupidez que acompaña a la juventud, y era muuuy joven en aquel entonces.

(Estoy segura que tendré que regresar en otra vida para aprender a ser más diplomática)

La generosidad no es un sentimiento con el que uno nace, todo lo contrario, cuando somos pequeños nuestros instintos nos dicen que tenemos que cuidar y defender lo que nos pertenece; lo último que queremos es compartir lo que consideramos propio.
Ningún niño está dispuesto a dividir su chocolate para repartirlo entre sus hermanos; ninguno de nosotros regalaría su juguete favorito al amiguito que acaba de conocer en una sala de espera.
Nadie quiere compartir a su mejor amigo, y no, definitivamente nadie está dispuesto a compartir a su gran amor…

No, claro que no… ¡Por supuesto que no! Ese sí que es mío, mío y sólo mío.

Entonces, ¿En que punto podemos combinarlos con el hermoso sentido de la generosidad?  Ese que nos llena tanto y nos hace sentir en conexión directa con el Padre Eterno.


Regresando a la escena con mi madre: intenté explicarle con un tono muy amoroso que darle ropa usada a otra persona no es generosidad.

-¡¿Entonces qué es?!

- Es solidaridad Má, en realidad lo que tu quieres es desocupar tu closet, y buscas a alguien que la necesita más que tú y te haga el favor de ayudarte recibiendo lo que ya no usas; eso es ser solidario.

Cuando vas a la Iglesia y ayudas en la kermés a preparar y vender enchiladas, en realidad estás tratando de ocupar tu tiempo, de paso que tus amigas se enteren los deliciosas que te quedan las enchiladas, y que vean que tu familia sí es unida; o sea estas alimentando tu ego.

-¿Y eso qué es?

-Tu vanidad Má, esas ganas de demostrarles a todos los demás que eres bien chingona.

Cuando ibas a ayudar en la escuela a pintar los baños, en realidad lo que querías era supervisar que todo estuviera limpio y en buenas condiciones, como buena madre que eres, siempre has estado al pendiente de nuestro entorno.


No me sorprende que mi madre padezca de presión alta; algunas veces la he sorprendido mirándome de una manera que me intriga, supongo que se pregunta si acaso yo soy alguna clase de castigo o penitencia que tiene que cumplir para ganarse el cielo y la vida eterna… por favor Dios recíbela, ha trabajado tanto para que así sea.

Para no alargar tanto este choro, les diré lo que le respondí cuando irónicamente me dijo:

- Entonces, explícame por favor que es la generosidad, mí’ hijita.

- Má, en realidad no sé exactamente que sea la generosidad, pero te voy a contar una historia:


Mis hijos eran pequeños cuando decidimos hacer el recorrido de La Ruta Maya en Yucatán. Fue un viaje con ciertas comodidades, pudimos rentar un auto para conocer las zonas arqueológicas, las ciudades más importantes de la zona y los paraísos naturales en un tiempo mínimo.

Volamos del DF a Cancún, luego fuimos directo a Mérida.
Lo primero fue hacer contacto con la ciudad, y caminar por el Paseo Montejo

La comida que más me gustó fue la exquisita sopa de lima y el pescado tikinxic; por las noches en la cenaduría disfrutábamos de los panuchos, los papadzules, la cochinita hecha allí y todos babeamos al probar la salsa xnipec.

Y allí descubrimos las marquesitas, es un cono de galleta parecida a la de los helados hecha en el momento, en el cual agregan una mezcla de quesos rayados que se funden con el calor de la galleta… ¡Deliciosas!
Mientras estuvimos hospedados en Mérida, cada noche regresábamos por una marquesita.

Por las mañanas salíamos muy temprano. En Puerto Progreso me di vuelo recogiendo conchas mientras los demás corrían a lo largo de la playa, disfrutamos de la maravillosa vista de los flamingos y los esteros en Celestún; visitamos las ciudades de Izamal y Valladolid; las zonas arqueológicas de Acanceh, Dzibilchaltún, Ek-Balam, Labná, Xlapac, y las más importantes: Mayapán, Uxmal y Chichén Itzá.

De paso las grutas de Lol-Tun y Balankanché.

Indudablemente que lo más disfrutado por los niños eran los cenotes, algunos de ellos fueron Chelentún, Chacsinic-Ché y Bolonchojol; verdaderos oasis que ayudaban para refrescarse en las temperaturas de 38 y 40 grados.  En ese viaje, las joyas de la corona fueron Uxmal, Tulúm y Chichén Itzá, con sus espectáculos de luz y sonido.

Con ese recorrido, por las noches todos quedábamos exhaustos, los primeros días al llegar al las zonas arqueológicas los chicos levantaban las brazos y gritaban:
- ¡Viva! Pirámides (para ellos eran pirámides, para nosotros basamentos), pero, para el cuarto día llegábamos y decían:
- ¿Más piedras?

En uno de esos lugares recibí una de las lecciones más importantes de mi vida. Las condiciones de vida de esa zona no tienen nada que ver con las ciudades que conocemos y las comodidades a las que nos hemos hecho dependientes; hay un grave rezago social y económico.

Sin embargo, la amabilidad y la gentileza de los yucatecos merecieron y merecen aun, todo mi respeto y admiración.

A la mitad del itinerario, una tarde los chicos estaban cansados, asoleados y deshidratados, por lo tanto ya no querían moverse para entra a una de las zonas arqueológicas de la ruta planeada para ése día, el trato que les propuse fue:
- Ésta es la última visita de hoy y nos regresamos al hotel para que naden en la alberca y descansen un rato antes de la cena. ¿Aceptan?
(A pesar del chantaje de la alberca ya no quisieron moverse ni bajar del auto).

Mientras hacía todo lo posible por convencerlos y negociar, no pude evitar escuchar la conversación de las personas que cuidaba la entrada al lugar: ése día, para comer solo tenían cinco tortillas, un poco de salsa y dos naranjas, ellos eran tres adultos: el hombre que cuidaba la entrada, su esposa y su hija.

Y la sabia mujer tampoco pudo evitar escuchar la conversación de nosotros en el auto.
Mi pequeño que entonces tenía 8 años intentó hacer un berrinche para presionarme y terminar la ruta en ese momento.
- ¡Tengo hambre, tengo sed y ya me quiero ir!

Su hermana lo secundó.
- ¿Y si nos vamos y mañana regresamos más temprano? Yo también tengo hambre y mucha sed…


En ese momento la mujer se acercó, y les ofreció las únicas tortillas que tenía. Yo le respondí con mi tono de señora de ciudad:
-No se moleste, gracias, que amable pero, aquí adelante les compraré algo de comer…

-Pero sin chile, porque les puede picá a los niños. Continuó la mujer.

También le dio a cada uno una naranja, mientras me decía:
-Están chiquitos, déjeselos, pa’que no sufran hambre.

Ese día, Dios me dio una buena lección a mí y a mi gran arrogancia, y el encargado de hacerlo fue un ángel, en la persona de esa mujer; quien vivirá en mi corazón cada día de mi vida, como uno de mis mejores recuerdos.

Siendo gente extraña para ella, no nos ofreció lo que le sobraba, nos entregó lo único que tenía.


¡Que la fuerza del amor nos acompañe siempre!


Marina Azul Celeste  Junio 14 2009
(MARINA SAUCEDO MONDRAGÓN)

1 comentario:

  1. Mi mente criminal dictaminó que el "ángel" busco mercadear con el peor de los sentimientos: la lastima.

    Generosas tus líneas llenas de arrogantes expresiones.

    un abrazo muy fuerte
    cario

    ResponderEliminar